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¿Ha aprendido la Unión Europea algo de la pandemia?

La respuesta institucional ha sido a todas luces insuficiente. La ventana de oportunidad para reformular la dinámica europea en clave de sostenibilidad económica, social y medioambiental no se ha aprovechado

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La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen

Las grandes crisis son encrucijadas que pueden abrir ventanas de oportunidad para repensar lo que no funciona y, de esta manera, levantar pilares más sólidos que los que sostenían el estado de cosas que ha quebrado o, en cualquier caso, ha mostrado sus evidentes carencias. Asimismo, esas ventanas que, en teoría, cabría abrir también pueden permanecer cerradas, con cerrojos acaso más contundentes que los que ya existían, y de hecho es lo que casi siempre sucede, cuando las crisis son aprovechadas para reproducir, enquistar y ampliar los intereses de los grupos privilegiados, cuando las utilizan para remodelar, en su propio beneficio, las estructuras económicas y los marcos institucionales que sostienen esos privilegios. Este crítico escenario de cruce de caminos es el que encontramos con la irrupción de la pandemia y el formidable colapso económico asociado a la misma; un colapso del que no había precedentes en la historia reciente del capitalismo, ni tampoco en el denominado proceso de construcción europea.  

No pretendo hacer aquí un recorrido pormenorizado de las numerosas medidas llevadas a cabo por las instituciones comunitarias en esta coyuntura crítica (hay una abundante bibliografía al respecto), pero sí hay que decir que algunas de ellas tuvieron un carácter excepcional. La crisis pandémica obligó a la superación, no por convicción sino por obligación, de importantes líneas rojas, consideradas hasta ese momento infranqueables, para responder a una situación de emergencia, que no sólo ponía en jaque a las economías europeas sino también al capitalismo global. 

Me refiero a dos actuaciones en particular. En primer término, la referida al Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento (PEC). Dicho pacto, que había sido una de los pilares fundamentales sobre el que se levantó la Unión Económica y Monetaria (UEM) que vio la luz a comienzos de siglo, exigía a los gobiernos mantenerse dentro del umbral del 3% de déficit público y del 60% de deuda pública. Quedaban así obligados, bajo penalización, a la implementación de políticas comprometidas con ese objetivo. Pues bien, ante la imposibilidad de cumplir estas metas, dado el enorme esfuerzo presupuestario que supuso enfrentar la pandemia y sus devastadoras consecuencias sobre la economía y la drástica caída que todo ello tuvo sobre los ingresos públicos, la exigencia de cumplir el PEC fue temporalmente suspendida, activándose la denominada “cláusula de escape”. En virtud de esta clausula, los gobiernos quedaban autorizados a superar los umbrales de déficit y deuda públicos establecidos en el tratado constitutivo de la UEM. 

En segundo lugar, excepcionalmente, la Comisión Europea, que hasta ese momento tenía prescrito que sus necesidades presupuestarias debían cubrirse con las aportaciones de los países miembros, decidió acudir a los mercados de capital. Se pretendía, de esta manera, complementar su presupuesto, hasta ese momento ligeramente superior al 1% de la renta nacional bruta comunitaria y que se situó, con esta aportación adicional, ligeramente por debajo del 2%. Al ser la entidad solicitante del préstamo la Comisión, la decisión de mutualizar la deuda se gestionó en condiciones muy favorables, tanto en lo concerniente a los tipos de interés devengados como a los plazos de amortización estipulados; por supuesto, sustancialmente mejores que las que podrían obtener y de hecho obtenían la mayor parte de los gobiernos cuando tenían que recurrir a los mercados de deuda (paso inevitable para cubrir sus déficits, dado que el Banco Central Europeo tenía prohibido financiarlos directamente). Una parte importante de los recursos obtenidos serían entregados a los gobiernos en forma de transferencias —es decir, sin la obligación de devolverlos, lo cual, asimismo, supuso una importante novedad— con las que financiar la lucha contra la pandemia, activar el crecimiento económico y promover la reestructuración de las economías.

¿Cabe afirmar, entonces, que la UE al adoptar estas medidas ha estado a la altura del enorme desafío que suponía enfrentar la covid-19 y la compleja problemática que subyacía en la pandemia? ¿Se han abierto con esas disposiciones las puertas para repensar y redefinir los cimientos de la construcción europea? Como señalaba al comienzo, este momento crítico, como todas las crisis estructurales, ofrecía esta ventana de oportunidad, pero ¿ha sido aprovechada, se ha mantenido abierta? Intentaré esbozar la contestación a estas preguntas en las páginas que siguen.

Falta de ambición estratégica

Como acabo de mencionar, las decisiones adoptadas, la cancelación del corsé presupuestario que suponía el PEC y la mutualización de la deuda por parte de la Comisión, han representado cambios sustanciales en el paradigma dominante, inimaginables hasta ese momento, pero, finalmente, han tenido un limitado recorrido; esas decisiones, que podrían haber abierto una nueva hoja de ruta en la construcción europea, han carecido de la necesaria ambición estratégica, a la altura de los enormes retos que supuso la pandemia y, trascendiendo la coyuntura, la crisis estructural a la que se enfrentaban las economías europeas.

Es cierto que durante este periodo de excepción, los gobiernos han podido desbordar ampliamente, sin penalización alguna, los niveles de deuda y déficit públicos fijados en el PEC. Pero una vez superados los momentos más críticos, de brusca caída del Producto Interior Bruto, y con las economías en vías de superación de la recesión, la presión institucional para retornar a las regulaciones previas al estallido de la crisis pandémica ha sido cada vez más intensa; diferentes informes de la Comisión y de otras importantes instituciones (como el Fondo Monetario Internacional o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se han manifestado a favor de la recuperación de las medidas de rigor presupuestario. Esto es justamente lo que ha sucedido.

Los elevados niveles de déficit y de deuda públicos alcanzados justificaban, desde esa perspectiva, la reimplantación del PEC, que tendrá lugar en el año en curso. Tan sólo se ha procedido a revisarlo, aquilatando sus objetivos (excluyendo hasta 2027 en el plan de reducción del gasto público los pagos en concepto de intereses) y dotándolo de mayor flexibilidad, de manera que su implementación se adapte a los diferentes ciclos económicos de los países. Pero los principios básicos del PEC, esto es, las virtudes de la austeridad presupuestaria y las estrictas condiciones impuestas desde las instituciones comunitarias a los gobiernos que superan los límites de déficit y deuda establecidos —que continúan siendo el 3% y 60%, respectivamente, con la exigencia adicional de que apliquen políticas encaminadas a situarlo en el 1,5%— se mantienen prácticamente intactas. 

Este retorno no se explica sólo por el peso de los denominados países frugales, liderados por Alemania, que antes y ahora imponen sus condiciones y que, en buena medida, determinan tanto el entramado institucional como el contenido y alcance de las políticas comunitarias. Hay más en la exigencia de rigor presupuestario. Su defensa tiene que ver, asimismo, con una determinada concepción de la política económica, profundamente conservadora, que asigna un papel neurálgico a la contención de la demanda agregada y, en concreto, a la necesidad de moderar y reducir el gasto público como pieza clave de una buena gestión macroeconómica; y también, y esto hay que tenerlo muy presente, con una hoja de ruta que pretende la ocupación de los espacios públicos por parte de las corporaciones, convertirlos en lucrativos negocios y hacerse con los muchos recursos que se gestionan en esos ámbitos. Todo un montaje ideológico que presupone la (supuesta) eficiencia de los mercados frente a la (asimismo supuesta) ineficiencia de lo público. Estamos en fin ante una estrategia de clase, de la clase dominante, que pretende combatir y deslegitimar lo común y, de paso, a sus defensores. La aceptación por parte del gobierno de coalición del PEC reformado —que, como acabo de señalar, mantiene sus rasgos esenciales— supone presuponer que las políticas progresistas tienen cabida en este escenario restrictivo, el cual, por el contrario, representa una pesada hipoteca que limita y condiciona el margen de maniobra de las mismas.

¿Adiós a la mutualización de la deuda?

Aunque cuando se escriben estas líneas todavía no hay una decisión formal en lo relativo a la posible prolongación de la política de mutualización de la deuda emitida por la Comisión, el escenario más probable es que este programa excepcional no va a tener continuidad en los próximos años. Se retorna también en este caso al statu quo previo al estallido de la pandemia, caracterizado por una Comisión con una reducida capacidad presupuestaria, que, además, se había contraído desde 1995, justo cuando la ampliación del margen financiero era más necesaria si de verdad se hubiera querido gestionar la creciente diversidad estructural de las economías comunitarias con las últimas incorporaciones de países con una renta por habitante sustancialmente inferior al promedio comunitario. 

Así pues, en absoluto se contempla un aumento del presupuesto comunitario, que en lo fundamental se mantiene en parecidos parámetros a los existentes antes de la pandemia. Destaca en este escenario de retorno al rigor presupuestario la asignación extra recientemente aprobada para sostener militarmente al gobierno de Ucrania en su confrontación con Rusia. No sólo por su significado simbólico y político, sino también por las consecuencias económicas de esta deriva militarista en la que se encuentra instalada la Comisión. El gasto militar, que ha crecido de manera sustancial en el conjunto de los países europeos, detrae recursos que podrían ser utilizados en otros ámbitos.

Aunque con el estallido de la crisis pandémica se puso sobre la mesa la posibilidad de ampliar los recursos propios a partir de la implantación a escala de la UE de una imposición progresiva sobre los grandes patrimonios y fortunas y los beneficios corporativos, la existencia de evidentes divergencias entre los países socios y, sobre todo, las resistencias de los grupos afectados por estas medidas, condujeron a que la adopción de decisiones al respecto se dejara para más adelante, sin que, siquiera, se avanzará un calendario y compromisos concretos para su reconsideración. 

Al descartar tanto la mutualización de la deuda como un aumento sustancial del presupuesto comunitario, queda cercenada la posibilidad de ampliar el radio de acción de la Comisión y llevar a cabo políticas redistributivas y estructurales de verdadero calado, muy necesarias a la vista del aumento de las desigualdades sociales y territoriales. De este modo, la convergencia entre países y regiones y la reducción de la inequidad, dos de los objetivos en teoría centrales de la construcción europea, que no se han alcanzado, continúan careciendo del instrumental presupuestario y financiero necesario para acometerse. No basta con la proclamación retórica de que el proyecto europeo promueve la convergencia, hay que aplicar políticas y movilizar recursos que apunten en esa dirección.

Una crisis endógena

Ampliando el foco más allá del PEC y del presupuesto comunitario, donde, como hemos visto, ha terminado por prevalecer la visión continuista, cabe ampliar la reflexión apuntando a la visión imperante en las instituciones comunitarias en lo concerniente con el diagnóstico de la crisis pandémica. 

A menudo, se ha presentado el origen de la enfermedad y su rápida propagación como el producto de un shock externo a la dinámica capitalista, como si fuera algo así como “un accidente del terreno”, ajeno al curso normal de la actividad económica, una “externalidad”, utilizando un término frecuentado por los economistas; en este sentido, se ha hablado, por ejemplo, de las consecuencias del comercio y del tráfico transfronterizo de animales salvajes, de una incidencia pasajera, contingente, de la dinámica globalizadora o incluso de la estrategia de China para debilitar a Occidente. Lo cierto, sin embargo, es que la crisis pandémica es de naturaleza endógena, está asociada a la lógica misma de la dinámica capitalista. No es un asunto de matices, sino que, en mi opinión, estamos ante una cuestión crucial, pues partir de este diagnóstico —el que pone el acento en la naturaleza endógena de la crisis— tiene importantes implicaciones a la hora de diseñar y ejecutar las políticas económicas. 

Con esta otra visión, el origen y la expansión de esta pandemia (y de otras que podrían aparecer más adelante y que, si se es consecuente con este planteamiento, en modo alguno hay que descartar) se encuentra en la vulnerabilidad asociada a la continua y masiva degradación y destrucción de los ecosistemas, resultado directo e inevitable de una agricultura y una ganadería industrializada e invasiva de territorios y recursos, en el contexto de un proceso de intensa y creciente globalización de los mercados, que se ha abrazado como paradigma de la buena economía y que, por el contrario, ha puesto de manifiesto nuestra vulnerabilidad. 

Esta perspectiva, que claramente trasciende la retórica al uso, ha estado ausente en las políticas comunitarias (y también en las llevadas a cabo por los gobiernos), que claramente han sido continuistas. La lógica productivista que sostenía el denominado proyecto europeo y, en general, el modo de producción y consumo capitalistas, que han estado en el origen de la crisis, se mantiene intacto o, si cabe, más fuerte que antes de la pandemia, con la continua apelación al crecimiento económico como objetivo central de las políticas comunitarias.

Es cierto que con la irrupción de la pandemia, las instituciones comunitarias han abanderado la necesidad de promover un gran cambio estructural en torno a la lucha contra el cambio climático, el denominado Pacto Verde, y el impulso de la digitación, como piezas clave de la necesaria reestructuración y modernización de los tejidos productivos. Un planteamiento que, sin embargo, precisa un amplio debate que, de manera obligada, tiene que reparar en los límites, ya evidentes, de la oferta de materiales y minerales considerados cruciales para abordar esa reestructuración, enfrentada a una demanda que, en los próximos años y décadas crecerá de manera exponencial. Una reflexión que, además, está obligada a considerar los costes medioambientales y en recursos básicos de los procesos extractivos asociados a esa estrategia modernizadora y la inviabilidad de los patrones de consumo que la sostienen. La consideración de estos factores nos lleva a un escenario donde de hecho las políticas comunitarias, lejos de contribuir a frenar el hasta el momento imparable cambio climático y destrucción de ecosistemas, agrava estos procesos.

El dinero manda

Todo lo anterior está atravesado por el reforzamiento del poder corporativo. Estamos ante un fenómeno que no es nuevo. De hecho, ese poder ha impregnado desde el comienzo la construcción europea, que, simplemente, no se puede entender si se omite esa variable clave. Con la covid-19 su relevancia en el diseño y ejecución de las políticas llevadas a cabo desde las instituciones comunitarias ha quedado claramente de manifiesto. El poder de las grandes empresas y de las grandes fortunas —ámbitos que están estrechamente relacionados— no sólo ha condicionado la estrategia pandémica, sino que ha permitido que las elites empresariales y financieras cosechen enormes beneficios en esta situación crítica. Con el tupido tejido de grupos de presión que impregnan las instituciones y la hoja de ruta comunitaria, han capturado buena parte de los recursos movilizados en la pandemia por las instituciones europeas.

Una consideración final para concluir estas reflexiones, la pandemia ha puesto de manifiesto la ausencia de instituciones globales y comunitarias con capacidad y voluntad para hacer frente a la enfermedad como fenómeno global. La catástrofe humanitaria que ha supuesto especialmente en los países del Sur hubiera exigido una estrategia de ayuda internacional, que, entre otras cosas, pasaría necesariamente por la liberación de las patentes en manos del oligopolio farmacéutico y ofrecer una salida a estos países cuyas economías estaban y están estranguladas por una deuda en continuo crecimiento. Esa respuesta, sin embargo, no se ha producido o ha sido a todas luces insuficiente. 

En resumen, podemos decir que las instituciones comunitarias han respondido con medidas de excepción a la crisis pandémica, medidas que pretendían hacer frente a una coyuntura extraordinariamente adversa y, en paralelo, impulsar transformaciones estructurales de gran calado. Con todo, en mi opinión la respuesta institucional ha sido a todas luces insuficiente y, lo más importante, la ventana de oportunidad para repensar y reformular la dinámica europea, en clave de sostenibilidad económica, social y medioambiental, no se ha aprovechado.

Fernando Luengo es economista.